Películas pretenciosas

Si uno tiende a interpretarlo todo a las malas, tal vez las películas pretenciosas son aquellas que se plantean desde su origen como un «proyecto». O quizá el criterio se active con las que, en su descripción extradiegética, se autodefinen como una «reflexión», un «análisis», un «examen». Un examen de lo que sea, grande o pequeño, la vida y la muerte, cierta injusticia política o reivindicación social. (Por otro lado, ¿nadie, pretencioso o no, se acuerda de apartarse a un lado y limitarse a «plasmar»?)

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Entenderse y elaborarse de partida como algo que aspira a ser mucho más de lo que puede ser se acerca a lo calificable como pretenciosidad. Por ejemplo, la película Mating (Parning, Lisa Maria Mannheimer, 2019) empieza con el anuncio que su directora puso en Tinder para encontrar personas representativas de lo que la autora buscaba, personas anónimas; pero no aleatorias, ya que se intuye un casting: personas perfectas en su cumplimiento de los requisitos sociológico-creativos del proyecto. Su trabajo, su función, será ilustrar con su propia vida la nueva obra de la jefa. El objetivo declarado de Mannheimer: nada menos que «examinar [sic] el punto de vista de la generación digital [resic] sobre las relaciones [recontrasic]». Su método para completar tal plan consiste en «documentar a dos millennials durante un año [los sics, a estas alturas del proyecto, se ponen solos]»:

Películas pretenciosas 2

Si nos tomamos esto de manera literal, no hay duda: estamos ante una película pretenciosa. Lo que dice proponerse es imposible de llevar a cabo. Ni el más grande de los artistas sería capaz de hacer realidad ni una sola de las propuestas de partida. No llega ni a aspiración utópica y, por tanto, no es ambición o impulso: es pretenciosidad.

No debería de hacer falta decirlo, pero es que: a) no existe «la generación digital» (estamos todos metidos en lo digital y, como mucho, se podría hablar de distintos usos generalizados según grupos de edad, y siempre acotando también el lugar geográfico y sociocultural); b) las «relaciones» son algo tan amplio que querer hacer un examen de lo que son es lo mismo que querer examinar el amor o la familia, es decir, es una palabra tan genérica que no significa nada (por suerte, este documental traiciona su pomposo objetivo con, sí, una representación muy interesante de lo que son o pueden ser cierto tipo de relaciones posibilitadas por lo digital y características de ciertos tipos de personas en la actualidad); c) es imposible «documentar» nada durante un año, más aún si la meta es un examen a fondo de un tema que de por sí es inabarcable, inconceptualizable, no se puede ni siquiera documentar de manera exhaustiva una semana en la vida de nadie y este año que se nos vende por anticipado como documentado se reduce a 90 minutos que son, sin más (¡ni menos!), una colección de momentos clave y, de forma destacada, elipsis de absolutamente todo lo que llevó a ellos, 90 minutos de recorte de lo que pudiera ayudar a entenderlos o animar a pensarlos desde fuera de la narrativa impuesta por la autora; d) ¿los millennials no eran los nacidos entre 1980 y finales de los 90?

Una muchacha de 23 años y un muchacho de 20 años, ambos suecos y appletards, le sirven a Mannheimer como modelo, como concentración de lo que en el imaginario público son los millennials, la generación digital y las relaciones ambiguas y abiertísimas de los jóvenes de hoy. Y no, ellos no son los protagonistas de la película. Los protagonistas (lo que, siguiendo la terminología de esta propuesta, podríamos llamar «objetos de estudio») son solo algunos retazos mínimos de las horas y horas y horas y horas hasta llenar días y semanas de duración de vídeos que deben de haber grabado con sus cámaras durante meses. Lo que queda (lo que se ha puesto) en pantalla son highlights audiovisuales-emocionales y frases sueltas seleccionadas de entre las guías telefónicas llenas de sus conversaciones por todo un reguero de apps a las que la directora, la analista, la detentadora de la teoría y del poder, tenía acceso. Como bonus track se insertan, además, unos breves minutos de extractos de las videollamadas probablemente largas y profundas con la autora a través de Skype (¿o era Facetime?; en todo caso, ¡aún no conocían Zoom!, ¿cómo se puede analizar así, sin Zoom, ninguna generación digital actual, millennial o no, y su punto de vista sobre las relaciones?). El anunciado examen del gran tema no proporciona ni el material necesario ni las conclusiones y se reduce a eso: una selección de momentos espectaculares, de epifanías o lo que como tal encuentra acomodo en el arco argumental del, valga esta redundancia, argumento de la directora. El examen queda en una elipsis de todo examen.

No es que se pueda acusar a nadie por montar de esta manera una película con este planteamiento. La pregunta aquí es: ¿se puede acusar de (o caracterizar como) pretenciosa una película por aspirar a un imposible? La respuesta es que solo con eso no se puede. Por ejemplo, ¿podemos acaso decir que son pretenciosas aquellas obras que han querido transmitir la experiencia del sueño o de la pesadilla? Es imposible y, sin embargo, algunos han logrado elaborar experiencias estéticas muy especiales persiguiendo este ideal. El propósito de filmar lo onírico suele estar implícito (cuando no adjudicado desde fuera) y, si se explicita, suele ser como un verso más, parte del juego de la ficción y de la creación, equivalente a un título o a un subtítulo. Sin embargo, cuando Mating empotra esa declaración de intenciones en su metraje, no se lee como una licencia poética sino como una afirmación que sitúa a Mating en unas coordenadas concretas. Una afirmación que es literal y que es parte de lo que la película es.

Pero, claro, no es que los espectadores se vayan a tomar en serio esa declaración de intenciones. Al leerla en la pantalla apenas nos detenemos en ella porque estamos acostumbrados a este tipo de frases y las tenemos automatizadas como «frases vacías»; quizá la directora también y no se haya parado a pensar en lo que significan. Las vemos a todas horas en la publicidad, incluso en la publicidad de las películas: no hay más que leer textos publicitarios como las descripciones o sinopsis que intentan convencernos de que veamos una película u otra.

Es curioso cómo en el caso de Mating, pese a recurrir a la «autoficción» y hasta la «radiografía», la descripción publicitaria es más honesta y menos pretenciosa que la incrustada en la propia obra:

Películas pretenciosas 4

Lo relevante aquí es que aquellas palabras del inicio de Mating no son la publicidad de la película: son la propia película. El vender la obra integrado en la misma obra. Esta película, pues, no aspira a un objetivo irrealizable sino que, sabedora (o inconsciente, por dejadez de funciones) de que su propuesta es un imposible, nos trata de convencer de que lo va a cumplir. Por tanto, no es pretenciosa. Simplemente es deshonesta.

Puede escapar al control del autor lo que se dice de su obra, pero en un proyecto [sic] pequeño como este la directora es capaz de decidir lo que mete en el montaje y lo que no. Y lo que decide es vendernos la moto de que su obra es un examen de las relaciones generacionales de los millennials. Decide vender su proyecto como una mentira; ¿quizá para ajustarlo así a la superficialidad que se suele adjudicar a estos objetos de estudio? ¿O porque es una observadora inevitablemente participante, contagiada de lo que observa?

Hay otra perspectiva desde la que considerar las películas pretenciosas, pero dejo para otros la tarea de pensarla: ¿acaso la pretenciosidad está más bien en el espectador y el proyecto, el sistema de los proyectos, se dedica a explotarla?

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Sin embargo, esta falsa pretenciosidad, en realidad deshonestidad, solo es una inane maniobra publicitaria que, en el improbable caso de funcionar, tendrá como mucho la consecuencia de oscurecer lo que la película podría haber aportado.

Por suerte, siempre tenemos ahí la película, lo que comienza después de que la autora nos haya gritado al oído lo que pensaba que queríamos oír.

La puerta: secuencias de apertura y cierre

Te acercas a la puerta

para abrir la puerta, estiras la mano hacia el pomo que no es propiamente un pomo porque no es redondo, ¿cómo se llama?, es eso que está en la puerta, que protubera, lineal (hecho de líneas) como la propia puerta, la que bien mirado es algo más que los trazos que la perfilan y la distinguen de todo lo demás, eso que no se llama pomo es lo que te permite abrirla y cruzarla, esa acción que es la que pretendes llevar a cabo y (ojalá) culminar cuando

te acercas a la puerta.

Has abierto la puerta

y adelantas uno de tus pies, el bueno, el útil (tanto como la propia puerta), el que usas para cruzar puertas y la cruzas, es el mismo pie con el que subes y bajas de distintos niveles de suelo en situaciones variopintas a lo largo del día, incluso una serie de veces por minuto, no es el otro pie que nunca adelantas ni para bajar o subir de vagones, de coches, de autobuses o aviones, ese pie se diría que no sirve para nada porque está (queda) estrictamente congelado cuando completas el primer movimiento, el de dar un primer paso y situarte parcialmente en un lugar que ya no es en el que estabas, ese movimiento conocido aunque nunca te has detenido a pensar en él y que solo puedes completar porque antes

has abierto la puerta.

Están al otro lado de la puerta

tus veinte dedos (tan quietos, siempre, los de los pies incluso cuando los pies se desplazan), que giran ahora con el resto de tu cuerpo, de hecho es gracias en parte a cambios de ángulo, a reposicionamientos semiconscientes de estos dedos (tan quietos, o mejor dicho inmóviles, como un hongo entre la tierra) que tu cuerpo se puede dar la vuelta, y confrontas la puerta desde el lado opuesto, “la frontera contraria” se te ocurre de pronto que podría decirse, sea como sea es el punto contrario al del comienzo y eso ninguna palabra lo cambiará, es en cualquier caso un proceso muy mecánico y sin interés y pensarás más tarde que habría sido bonito, un buen toque para dar color a tu rutina, para humanizar tu vida diaria, haber observado en ese momento los detalles de la puerta en este lado y a continuación quizá volver a cruzarla (al menos con los ojos) para comparar esos detalles con los de la superficie que muestra al otro lado (lo que ahora es el otro lado), en apariencia idéntica, pero una observación atenta (incluso rápida) te habría permitido distinguir las diferencias de rasguños y oxidaciones y hasta alguna variación material que hubiera podido colorear de humedades variables la madera a un lado y al otro, pero no lo hiciste, no miraste la puerta, solo tu mano mientras la cerraba y el pomo, ¿la manilla?, que enganchas, aprietas, desplazas en un leve espacio de centímetros para cambiar la localización de la puerta (de parte de ella: y es que las bisagras se voltean pero no se desplazan) y cerrar una puerta (literalmente) entre dos espacios, lo público y lo privado de nuevo separados porque tú, es decir todo lo que te compone, has completado la tarea de salir al exterior y todas y cada una de las cosas que eres (las que siempre están contigo cuando te mueves)

están al otro lado de la puerta.

La puerta queda atrás

cuando tu cuerpo avanza y se aleja de ella, por el camino dejas atrás otras puertas, alguna de las cuales (en concreto una) se abre y se cierra exactamente a tu paso porque es la hora en que muchas otras puertas (en este caso solo una, a decir verdad), como la tuya, cumplen su segunda función: la de desproteger (su primera función es la de proteger, mediante una separación física insuperable; la de separar, es oportuno indicarlo, no es una función sino una cualidad de las puertas), no piensas en tu propia puerta ni en su importancia, hasta que te das cuenta (estás en la calle) de que sin ella no habrías podido salir de tu casa, que no es tuya en realidad, “de esa casa” te dices mejor, si no hubiera existido la puerta (el concepto de puerta) te habrías quedado encerrado entre las paredes (no piensas en cómo habrías llegado a parar ahí, haber entrado en un lugar sin puertas, ¿cómo habría sido posible?, no tienes respuesta porque ni te planteas la pregunta ya que a fin de cuentas la hora en que tantas puertas se abren es temprana y no estás del todo despierto, aún), aunque quizá de no existir habría sido para la puerta realmente una no-existencia que habría llegado a afectar a tantas cosas, es decir que la carencia de puerta podría haber supuesto también un hueco abierto, una ausencia notoria imposible de explicar (porque no se puede echar de menos lo que nunca ha existido), el ahorro de la secuencia de movimientos que implica la necesidad de abrirla y cerrarla de tanto en tanto, así sigues todo el día dando vueltas a la puerta hasta que regresas a esa casa (a la que antes llamabas “tu casa”) que pagas aunque no es tuya (la puerta no te pertenece, aunque es el elemento más tuyo de los que conforman la vivienda en sí, el elemento sobre el que tienes más control y del que dependen muchos otros), te das cuenta de que no recuerdas nada de este día porque lo has pasado pensando en puertas, aunque resulta que no recuerdas ni uno solo de los pensamientos que has desarrollado (en los que una conclusión anulaba o hacía olvidar la anterior) porque, al fin y al cabo, no eran más que pensamientos ociosos ya que, bueno, “bueno” te dices un poco avergonzado de tu obsesión de hoy, tu obsesión definitiva, final, una puerta es una puerta y no es mucho más, y la cruzas por última vez (verdaderamente será la última vez) y dejas de reflexionar sobre estas tonterías y te entregas a tus cosas, las del final, y, así,

la puerta queda atrás.

La máquina y tú

Circuitos, conexiones, cables, chips, plástico, metal, motores, tuercas, tornillos, válvulas, turbinas.

Conoces las palabras para describir una máquina. Corriente eléctrica, energía, vapores, fluidos: algunas también sirven para hablar de ti. La máquina y tú compartís sensores y engranajes.

Pero de la máquina hablas desde una diferencia insuperable. Porque observa esta máquina: es un objeto y no es ni puede ser yo, ni tú. Ni un yo ni un tú. No tiene vida ni consciencia. Es un proceso y es incapaz de ser nada más, ni siquiera en su máxima complejidad puede acercarse a la imprevisibilidad de lo vivo. Sí, puede mirarte como tú a ella, pero solo como partes relacionadas que son en último término independientes y que interactúan de manera mecánica. Nuestros ojos, en cambio, seguimos siendo nosotros.

La máquina no muere: se rompe, se apaga, se agota. Claro que el agotamiento también puede ser una metáfora bastante exacta de la muerte orgánica.

Lo más importante de la máquina es que tiene funciones. Ha sido ideada y construida para hacer algo (¡incluso las hay que existen solo para demostrar que pueden ser creadas!). Una máquina como, por ejemplo, un ratón de ordenador, cuyo objetivo es desplazar un dibujo perfilado a través de una pantalla para facilitarte tu comunicación con ella, y que también tiene algún anticuado botón (el interruptor, como la hoz, es un diseño perfecto que no es necesario actualizar) que sirve para confirmar lo que quieres hacer. La máquina es también el revolucionario telar y el mecha, es el cepillo eléctrico y es el coche. La pantalla en la que lees esto es un componente de un complejo sistema de maquinaria; si lees en papel, lo que tienes en las manos es en gran parte el resultado de la acción de diversos mecanismos artificiales.

Toda máquina existe para algo: tú no.

La máquina es la unión perfecta entre teleología y causalidad. Tú no tienes ni la una ni la otra.

Si crees que los seres vivos desarrollan mutaciones y evolucionan para mejorar, y no que los cambios genéticos son la manifestación empírica de la aleatoriedad del cosmos, eres un finalista y estás equivocado. Finalismo, finalismo y más finalismo: esta, que es la religión verdadera en el mundo de las máquinas, se convierte en peligrosa secta cuando se utiliza para describir lo orgánico. ¡No se te ocurra! Porque la estructura de la máquina es razón y el cuerpo es casualidad.

Somos casualidades que admiran la imposible perfección de lo artificial.

Aquello que carece de vida es lo único cuya existencia posee un sentido. Aquello que, te habilito aquí un momento para henchirte de orgullo, hemos creado nosotros, se entiende: una piedra no tiene ni vida, ni sentido. Está por debajo de ti.

Como en las piedras, hay una cierta belleza en las máquinas obsoletas. Son piezas de museo que se acumulan en desguaces y en vitrinas, son equivalentes con elefantiasis (en comparación con los modelos del presente) del mismo polvo que ellas acumulan en superficie y junturas. Llegas a una exposición de antiguas calculadoras, o a un vertedero tecnológico bien organizado, y no te recibe allí la mística del pasado, no percibes en el mecanismo de hace décadas la magia de la arqueología mesopotámica sino la misma sensación de cuando ves por la ventana del asilo al viejo con Alzheimer abandonado y solo. Pero, a diferencia del triste anciano, las máquinas obsoletas son troquelados de la historia de la técnica y por eso, como todo lo que forma parte de la historia, son elementos de la belleza de la humanidad. A veces maligna, a veces ridícula, pero belleza.

La belleza del ángulo y la que resbala por la textura pulida. La que recorre la línea y la rueda dentada, la belleza de la placa de metales raros y la del microuniverso de plásticos.

Y el rayo que la atraviesa y el que sale de ella: el microscópico movimiento interior de la máquina estática, lo que no vemos, lo más metafísicamente hermoso del ser artificial. Su alma, cuya esencia es tan inefable como la tuya. Sin embargo, aunque no sé dónde está tu núcleo vital, sí podría señalar en un espacio concreto dónde se ubica el espíritu de la máquina. Una glándula pineal que luce del más brillante plateado al anodino negro del polvo de zinc, o quizá un aluminio punteado de un óxido terroso que cambió de naturaleza cromática hace mucho tiempo, con lentitud, siguiendo los designios de otro marco de leyes fijas, el de la química, distinto al programado en su interior.

Huelen, las máquinas, a cromo y a nuevo. ¿Quieres olerlas? ¿Empaparlas de aceite, dejarlas trabajar a su aire con la esperanza de que termine fluyendo de ellas un sudor inodoro? ¿Te gustaría estar dando un relajante paseo por el campo y de pronto escuchar cómo giran y se calientan todas las máquinas de la comarca, oír la carga y la descarga, el golpe de un componente contra otro, contra otra máquina? ¿Querrías tocarlas? ¿Quieres restregarte contra ellas?

Ver y oler y escuchar. Todo eso puede hacerlo la máquina y, en algunos casos, de ello depende el cumplimiento de su tarea. Pero esas percepciones tan lúcidas es la máquina incapaz de sentirlas. Es el fenómeno externo para ella ceros y unos: algo que se enciende porque otro algo se apaga. Tú no eres así y lo sabes.

Querer tocar: ¡tampoco puede! La máquina no tiene volición. Tú, quieras o no tocar (a la máquina; restregarte, etc.), podrías quererlo y eso, sí, eso, esa mera posibilidad de deseo prueba que tienes libre albedrío.

Puedes usar esa libertad para hablar sobre las máquinas. Tu capacidad de decisión te permite animarte a describir una máquina simplemente porque puedes elegir hacerlo. Puedes reflexionar sobre la maquina sin buscar ninguna respuesta. Puedes describir muchas, muchas máquinas. Todas las que existen, incluso las imaginarias, inventar nuevas. Sin necesidad de ser exacto en lo que digas de ellas.

La máquina puede mucho, pero esto no puede. Puede describirte, pero no puede querer describirte.

La máquina y tú formáis un extraño equipo. ¿Cuál de los dos es el parásito del otro?

Las piernas: sus especifidades

(¿Te atreves a leer esto sin sentarte? ¿Situarías por mí la pantalla encima de tus muslos y, con la cabeza gacha, afrontarías los siguientes párrafos? ¿Harías eso para sentir tus piernas mientras lees lo que he escrito sobre ellas?)

Las piernas sirven para andar. También para estar de pie y, más aún, para mantenerse en ese estado. ¿Necesitabas leer esto para saberlo? Pero tal vez sí debas seguir leyendo para descubrir otros aspectos menos comentados de las piernas.

Por ejemplo que, como el resto del cuerpo, son antes que nada huesos cubiertos por músculos, carne, piel, y que esto que acabo de escribir no es del todo cierto porque “huesos, músculos, carne, piel” no son sino palabras genéricas, incorrectas, que no terminan de definir nada concreto y que usamos como sustitutivo de la detalladísima realidad quienes desconocemos la terminología anatómica específica. En todo caso, las piernas, sean cuales sean los nombres de los elementos que las componen, capa tras capa, son, como el resto del cuerpo, una parte más de este, inseparable de él.

¿Tiene sentido entonces escribir de ellas de manera independiente, sin tener en cuenta el cuerpo al completo? Sí, porque una pierna no es un ser y escribimos constantemente sobre entes que no existen por sí mismos. Y sobre todo porque entre una pierna y una oreja, incluso entre una pierna o un brazo, hay más diferencias que las que separan un hombre de un perro.

Por ejemplo: lo característico de la pierna es su alargamiento. Es algo que sale de un sitio (la cintura, o la ingle, según dónde se empiece a contar) para llegar a otro (el pie o, si nos ponemos fenomenológicos, el punto en el que uno deja de ser uno para ser uno-en-contacto-con-el-mundo) y, lo relevante aquí, este camino lo hace en la vertical más clara que posee el ser humano. (La columna vertical, como describe su nombre, también tiene tal naturaleza longitudinal pero, salvo tragedia, suele estar oculta y, por tanto, no debe ser la primera en nada; ni siquiera en esta humilde clasificación que revaloriza la importancia de las piernas.)

Como algo elevado, tienden también a elevar a quien las posee en mayor longitud; dicho de otra manera, a piernas más largas puede aspirarse a puesto más alto en la escala social. Las piernas, así, son algo que se eleva y a la vez eleva.

La longitud de las cosas es de gran importancia: una larga carrera, una vida larga, un sueño largo y profundo, una relación que no fracasa demasiado pronto. Lo largo, por tanto, acompaña al triunfo (y eso cuando no es la causa del mismo). Piernas visualmente largas traen beneficios. El truco está en ese “visualmente”, ya que hay recursos y tretas para engañar al espectador de un par de piernas y hacerle creer que no son cortas, es decir, que están hechas para el éxito. Para el beneficio de su poseedor (quien, a su vez, es casi siempre de altura destacada). Algunas de estas artimañas: zapatos que colocan los pies en diagonal, tacón arriba punta abajo; pantalones o faldas abrochados más allá de la cintura; un leve torcimiento de una de las rodillas para que el cuerpo parezca necesitar agacharse para relacionarse con el mundo (¡que queda allá abajo!) por culpa de unas piernas anormalmente estiradas, deformes, heroicas. No es un tema menor, pues el dominio de estas astucias en el día a día es clave para muchas personas.

Sin duda, las piernas cortas pueden alcanzar la grandeza, incluso la de corte económico, pero será a costa de ellas mismas.

Volviendo a la cosa en sí: las piernas, sin importar su tamaño, son como mármol, o como membrana.

Son también elementos de esa categoría del mundo que abarca lo romo. ¿A quién no le gusta lo romo? Pues las piernas, junto a las mejillas y, en afortunadas y núbiles ocasiones, las nalgas, son las reinas de lo romo. La redondez justa, sin el exceso de lo cular, firme en el gemelo, es la cima de la belleza no afilada. Las piernas, cuanto menos perfiladas, mejor.

Por otro lado, hoyuelos y durezas en su superficie no solo son admisibles, sino recomendados. La infrecuente visión de un muslo aplastado por el gemelo propio de la pierna opuesta al sentarse transmite poder. Es intenso. Es carnal. Cuando el muslo en tal postura muestra una hendidura y el gemelo desplaza su bola nos encontramos, quizá, ante el apogeo de la pierna.

Pero sirven para más que ser plegadas, ostentadas, entrenadas o montadas como método de locomoción. Las piernas tienen también presencia en los placeres: su tersura, o tal vez su acolchamiento, o su rigidez, enardece las miradas. Son dos barras que se miran y se tocan, se recorren, se aprietan y se besan. Se pulsan. Postes que se muestran con orgullo a cualquiera que pase. Acaso sirven para afirmar la seguridad en uno mismo, si son farolas.

Duras o blandas, las piernas peludas recuerdan nuestro origen animal, aunque menos que los brazos al no ser simiescas. Vello atrapado en las gomas de los calcetines y pelos acariciados por un amante, que pasa su mano rozándolos como si tratara de sentir las puntas de la hierba. Un halo que las cubre en la iluminación adecuada. Decoloraciones, depilaciones, ocultamientos; todo ello se comete sobre los pelos de las piernas porque debe hacerse. Es también, aunque de otro modo, lo natural.

Y el sexo.

Los choques entre pares de piernas, entre cara frontal y cara trasera. Los ritmos que se convierten en texturas al unirse unas piernas con otras. El frotar algo que queda aprisionado en el interior de la carne de dos muslos, o cuatro muslos que se frotan entre sí. La palmada acompasada, repetida.

Las piernas como escupidera, como recipiente de los líquidos que chorrean, como es inevitable que pase cuando todo encaja y el mundo está bien.

Lo único malo es que para hablar de las piernas humanas no hay sinónimos. (Siendo exactos, la mayoría de cosas esenciales solo pueden nombrarse con una palabra.) Patas, extremidades inferiores, miembros… ¡No! Las piernas son piernas y da igual repetir este sustantivo. Escribirlo una y otra vez es el equivalente a un paso y al siguiente, cada “pierna” negro sobre blanco es cada paso que damos con el movimiento de las piernas. Pierna, adelante, pierna, adelante. Obsérvala en su movimiento (¿la ves?).

¿Qué piernas quisieras ver ahora? En todo momento hay ciertas piernas, o tipo de piernas, que deseamos. ¿En qué posición, circunstancia? ¿Desde qué angulo? ¿Quisieras verlas o sentirlas de otro modo?

¿Cómo estaban colocadas tus piernas mientras leías este texto? Mira hacia abajo y descríbelo con una frase.

Quien te lee

Esa persona que se ha levantado hoy antes que tú y ha desayunado hecho caca puesto demasiada colonia. O no suficiente. La que se acaba de duchar porque no se duchó anoche, cuando llegó a casa cubierta de invisible sustancia urbana y habiendo abandonado la lectura de un libro en el metro, tras una página, diciéndose que estaba cansada; o que es que tenía que mirar una pantalla. Necesitaba mirar su pantalla, la que no era el libro.

La persona que a lo largo del día ha dado vueltas a lo mismo en su cabeza, la que lo consultó con alguno de sus mejores amigos oficiales, con su madre, con su pareja; tal vez contigo (quizá solo es porque te conoce). Aunque no esperaba que nadie le aportara ninguna solución y se conformó con que la escucharan. Es tan insuficiente el simplemente ser.

Hoy ha bebido litro y medio de agua y comido al menos 750 gramos de productos edibles. No le han sentado ni mal, ni bien. Algo de lo que ha ingerido le ha traído recuerdos (de tiempos en los que…) y ha merecido la pena. No ha probado nada nuevo, ¡cómo se le ocurriría! Estaba todo tan bueno. Ha sido tan saciante.

Esa persona satisfecha en varios aspectos de su vida ha escuchado siete canciones a medias y dieciocho enteras mientras hacía otras cosas. Ha empleado 26 minutos de este día para cantar una de ellas o tararearla, sin querer realmente hacerlo; pero ha pasado, y volverá a pasar. Ha recomendado una producción cultural, desconoce si con éxito y puede que por eso al terminar de conversar, después de despedirse, se ve invadida de una pequeña frustración.

Esa persona es la misma a la que le hubiera gustado comentar con quien fuera la serie que está viendo este mes, a razón de tres capítulos diarios, para los que invariablemente tiene fuerzas por la noche. Es una persona sensible. ¿No lo son todas?

Está sola, o está acompañada. Ha pensado en hablar con sus padres.

Se ha arrepentido de no haber leído más esta semana. Lo ha dicho en voz alta. Lo ha escrito y le han dado ánimos. ¿Quién?: trece personas. Las hay entre ellas que tienen hijos, o no, y en ambos casos la mayoría la comprenden desde la distancia.

Esta persona que genera empatía en su entorno (como su entorno se la genera a ella) se ha replanteado lo de cada día y no ha tomado ninguna decisión. La ausencia de conclusiones resulta agobiante, a veces. En algunas ocasiones está a punto de reventar, si bien no se da cuenta y sigue adelante. Siente que es poseedora de la verdad en lo suyo y que está capacitada para lo que hace. No debe dar importancia a lo que no lo tiene, es su lema; en realidad es su ideal inalcanzado.

Ha dicho fuck you con un acento inglés mediocre en una situación que no pedía tal salida de tono. Ha reído por una locución bien traída y de esa persona se han reído, sin ella saberlo (aunque lo sospecha) (y mañana será ridícula de nuevo). Con una sonrisa que no ha percibido, ha visto algo que le ha llamado la atención y lo ha transformado en cuatro fotos, dos de las cuales han salido borrosas y las dos restantes esperan el proceso de selección que plaga su carrete virtual y nunca llega.

Ha escrito cientos de palabras con un minúsculo teclado que solo existe cuando es invocado con un movimiento de dedos. Le encanta escribir, pero nunca ha escrito.

No es infeliz.

¿Qué ha hecho hoy de especial esa persona? Nada: ha ofrecido; sobre todo ha recibido. Nadie echará de menos lo que no ha tomado de esa persona.

Ha querido no estar donde estaba pero, en ciertos momentos, ha agradecido e incluso disfrutado de su lugar y de su puesto.

Oyó el grito de una oca. Sobresaltada y fascinada, esa persona, sin embargo, lo olvidó enseguida y jamás volverá a pensar en el estrépito creado por ese pico irrepetible. Esa persona es quien debería leerte. Esa persona es quien te lee.